lunes, 21 de diciembre de 2015

Estampas alemanas: "El músico callejero"



Una de las pocas personas con las que hablo español, es un músico peruano que toca en la parada de metro de mi ciudad. Es un tipo bajito, educado y amable, y siempre dice "Guten Morguen, adiós amigo". Es su sello de distinción. 
Tocar, lo que se dice tocar, no lo hace casi nunca, pues siempre se le acerca alguien para charlar con él, y yo, por compartir idioma, tengo trato prioritario.

La semana pasada estaba preocupado porque se le había roto un sistema ideado por él, una especie de remolque donde lleva la guitarra atada a la bicicleta con la que se desplaza. Otro día le cuento yo lo mal que cocinan los alemanes, y él me hace unos gestos cómplices que a mí me valen más que todo el oro del mundo. También nos ponemos trascendentes, como el día que se nos acercó una rubia de aquí te espero, le echó una moneda y le tiró un beso. El músico, que no tengo ni idea de cómo se llama ni él cómo me llamo yo, se tapó la cara con las dos manos, meneando el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, tal y como hacen algunos musulmanes cuando rezan. Estaba muy emocionado, y no me extraña porque también lo estaba yo y la película no iba conmigo. Muy serio, va y me dice: "Esto es lo que nos queda mein Freund, la belleza. Los hijos crecen y se olvidan de uno, la vida va unas veces mal y otras peor, pero las cosas bellas permanecen". Y los dos nos quedamos contemplando a la rubia que se iba, igual de extasiados como se quedan los entendidos delante de un cuadro del Prado.

Hay veces que no aparece durante toda la semana, "porque hace frío y se está mejor resguardadito". Entonces yo me alegro de vivir en un pais con un sistema social que le permita al músico quedarse en casa si hace frío, y además tener hijos universitarios. Porque tiene un hijo que estudia en la universidad, y otro hace que hace una formación. "Yo prefiero vivir en Perú, pero sería un mal padre si no le diera esta oportunidad a mis hijos". Y hoy lunes, precisamente hoy, me ha confiado una desgracia familiar que espero se le solucione. Es un misterio cómo le confiamos nuestros pesares a gente que apenas conocemos, intuyendo por una mirada, un gesto, o un qué sé yo, que la otra persona está dispuesta a escuchar con cariño y atención. Y estos son los pequeños momentos en los que uno se siente contento de pertenecer a la raza humana.

Wesseling, 22.12.15.























lunes, 14 de diciembre de 2015

Cuentos a orillas del Rin: El músico sureño



Faltaban pocos minutos para el recital navideño con los niños. El gimnasio del jardín infantil estaba decorado con árboles de cartulina y lucecitas de colores con forma de estrellas. Ningún símbolo religioso a pesar de ser un centro católico, quizá por la gran cantidad de niños que pertenecían a otras confesiones. O simplemente a ninguna. 
Alguien dio órdenes de apagar las luces y el nuevo maestro, un músico sureño recién llegado a la ciudad, comprobó que las imágenes de su proyector se reflejaban perfectamente en la pared de la sala. Había estado toda la mañana buscando dibujos que empastaran con la música y el texto que los niños iban a interpretar, que había compuesto él mismo.

Se presentaba por primera vez ante los padres, y esa recital de música era crucial para que le formalizaran el contrato. Ya contaba con el visto bueno de la dirección, del personal educativo y de los niños, pero tenía que convencer también a las madres. Esas dos o tres madres que en todo grupo humano donde hay menores de por medio, son las que, tras decenas de visitas al despacho del director del colegio, de la escuela de música o del taller de pintura, deciden quién está capacitado para realizar las actividdes extraescolares.
Y ahí estaba él, dispuesto a pasar un rato agradable y además afianzar su puesto de trabajo. No estaba nervioso, salvo por una maestra que él consideraba como un ser casi divino. Su belleza era sublime, y si sus miradas coincidían, el músico sabía que todo podría irse al garete. Tan nervioso se ponía, que le temblaban las manos y sus rodillas se doblaban hasta hacerle perder el equilibrio. Miró al frente con la intención de no ver a nadie, salvo a sus alumnos. Pero seguía pensando en ella.

Empezaron el pequeño recital y fue todo un éxito. Los niños disfrutaron, los padres aplaudieron y el músico sureño observó cómo la madre suprema, que se había situado estratégicamente al lado de la directora, aplaudía con vigor y casi sin cadencia, "rubato", pensó. Asentía de manera obstentosa y poniendo los labios en forma de "o", mirando a la directora sin dejar de realizar uno solo de estos aspavientos. El futuro del músico sureño estaba asegurado.

Los niños salieron a jugar y algunos padres hablaban cordialmente con el artista, cuando de repente, entró en la sala un padre rezagado. El músico reparó en él y empezaron a temblarle las rodillas. Era el marido de su musa, su amada, la persona que le hacía olvidar este asqueroso mundo gris. Se acercaba andando con las manos en los bolsillos, mirada indiferente, seguramente recién salido de la sesión semanal de spinning o aqua jogging. El músico quiso hacer todo lo posible por guardar la compostura, así que decidió salir del recinto. Sonrió a los padres con los que hablaba diciéndoles que tenía que ausentarse para ver a la directora, y agachó la cabeza para no encontrarse con la mirada de nadie. Pero con esa decisión cambiaría de nuevo su vida.

Al mirar hacia abajo, se dio cuenta que el ladrón de musas calzaba unas llamativas botas de mosquetero con cordones desabrochados. Fue demasiado para el artista pues odiaba, sobre todo en esta vida, las botas de mosquetero. Así que alzó la vista, miró directamente a los ojos del tipo, y le golpeó en la nariz con todas sus fuerzas, ante la mirada atónita de los pocos padres que aún permanecían en la sala. El mosquetero agredido se incorporó para devolver el golpe, en posición de ataque tal y como le habían enseñado en las clases de defensa personal del gimnasio.

Y así se quedó, como petrificado, con el puño derecho levantado hasta la altura de los ojos, y la mano izquierda totalmente abierta a la altura de la barbilla. El músico, ya tranquilo y relajado, se dio la vuelta dando la espalda al marido de su musa. Miró hacia el escenario, suspiró, y se puso a recoger. "Da igual, de todas maneras, no me gustaba la ciudad" -pensó. "Me marcho a algún lugar donde haga tanto calor, que la gente use chanquletas todo el año, y no esa mierda de botas mosqueteros". Metió sus cosas en el coche, y se fue para siempre.


Wesseling, diciembre del 15.





















martes, 1 de diciembre de 2015

Cuentos a orillas del Rin: San Nicolás


Cuentos a orillas del Rheinland.

San Nicolás.

Era noche cerrada en la ciudad, soplaba el viento y hacía frío. No había un alma por las calles, pues hacía rato que todos dormían. Tan solo un gato, trotando lento y acompasado, cruzaba por detrás de la iglesia de San Germán en dirección al Rin, donde un barco cargado con mercancías surcaba las aguas río arriba. El aire olía a industria.

En ese preciso instante, un hombre bajito y rechoncho apareció por detrás de una esquina en penumbras, a pocos metros de la iglesia. Andaba raudo y con paso firme, levantando mucho las rodillas, chapoteando el asfalto con sus enormes y largas botas. Vestía anchos pantalones de pescador, y un anorak con capucha en forma de cono, de cuyo extremo pendía una borla que del uso, estaba a punto de desprenderse. Su barba era gris, frondosa y alargada, atada a su final con finos hilos de colores, como si fuera una prolongación invertida de su capucha. Nuestro personaje era, nada más y nada menos, que Nasio el paje, mirando impaciente su reloj de bolsillo.

Las campanas de la iglesia dieron las doce, cuando de repente dejó de soplar el viento. Con la última campanada, las luces de las farolas empezaron a parpadear. El cielo se abrió y en un instante, resplandeció sobre la ciudad una noche limpia y estrellada. Nasio se detuvo para mirar impaciente hacia arriba, en dirección al Rin, donde una luna blanca y hermosa, iluminaba el humo que salía de las fábricas.
- "Este año se está retrasando" -pensó Nasio en voz alta-. "Bien es verdad que Myra está lejos de aquí. Pero llevamos siglos siendo puntuales. Incluso en las Navidades del 43 y del 44, cuando tuvimos que esquivar esos horribles aviones y casi no teníamos algo que regalar a los niños, llegamos puntuales el día 6. Pero este año no sé por qué, todavía no está aquí".

Pasaban ya veinte minutos sobre la medianoche, cuando Nasio pareció escuchar algo a lo lejos. ¿Sería por fin el obispo? El hombrecito levantó la cabeza. Estaba expectante, y durante un instante no movió un solo milímetro de su cuerpo, excepto los dos ojillos que brillando por el reflejo de la luna, se movían excitados de un lado a otro. 
Tocotó-tocotó-tocotó.... !sí, era el sonido del trote de Frido, el caballo de San Nicolás! Nasio echó a correr hacia él. !Por fin había llegado! Ahí estaba el obispo, sonriente a pesar del largo viaje, luciendo como siempre, una enorme barba blanca y bien cuidada. Le acompañaba un séquito compuesto por siete pajes y 4 caballos que tiraban de dos carromatos llenos de regalos, sobre todo, caramelos y libros.

-Hola Nasio, ¡alegra esa cara hombre!
-Perdone señor Obispo, pero lleva usted tanto retraso....
-Ah, no me cuentes Nasio, no me cuentes y vamos a apresurarnos. Siguen llegando niños desde Mesopotamia, y no quiero que ninguno se quede sin su regalo.....y menos estos angelitos Nasio, que lo han pasado muy mal hasta llegar aquí.

San Nicolás y Nasio seguían nombrando los países tal y como ellos lo conocían antiguamente, hace ya más de 1500 años. Desde entonces, el mundo había cambiado mucho, pero San Nicolás y Nasio  no se preocupaban  mucho por  ello, y no habían faltado ni una sola vez a entregar regalos a todas las niñas y niños que dejaban a la vista un calcetín, la noche del 5 de diciembre. ¿Y por qué un calcetín? Porque San Nicolás, cuando era obispo de la pequeña ciudad turca de Myra, ayudó a una familia necesitada arrojando dinero por la única ventana de su casa. Deseaba ayudar a la familia, pero sin que ésta se enterara, para no herir su orgullo. Las monedas de oro fueron a parar a unos calcetines que se estaban secando en la chimenea. El obispo salió corriendo, y en la carrera se tropezó con Nasio, que lo había visto todo. San Nicolás le hizo prometer que no diría nada y como Nasio cumplió su promesa, San Nicolás le hizo su ayudante y le concedió la inmortalidad.

Así que ahí estaban San Nicolás, Nasio y un montón de pajes, dispuestos a recorrer las calles de la ciudad para entregar caramelos y libros a los niños y mayores, que pusieran un calcetín en algún lugar visible de la casa. Nasio se adelantaba cada año para comprobar que los niños habían dejado sus calcetines, y luego llegaba San Nicolás con sus pajes y entre todos repartían los regalos. Y tal como hiciera el obispo hace más de 1500 años, después de llenar los calcetines salían de las casas agachados y en silencio, para no despertar a las niñas y niños que esa noche, seguro soñaban con los regalos del santo. Y justo cuando San Nicolás salía del jardín de la última casa, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. 

El viento meció las copas de los árboles más altos, silbando cada vez más fuerte hasta arropar por completo la ciudad. De las chimeneas de las fábricas seguía saliendo humo, y un barco cargado con carbón, surcaba despacio las aguas del río. Entre los finos hilos de una densa lluvia, se distinguía a lo lejos los faros de un coche que según avanzaba, se le iban reflejando de manera intermitente las luces ámbar de las farolas, como el metraje final de una vieja película de Súper 8. 

Conducía Emil el panadero. Aparcó su viejo coche, y salió deprisa con la cabeza gacha y los hombros encogidos. Abrió la puerta de la panadería y antes de que ésta se cerrara, el artesano ya tenía puesto su mandil, que colgaba del perchero de la entrada. Desde fuera se veía cómo iba encendiendo las luces del establecimiento. Primero una, después otra, hasta la última luz al fondo de la casa. Allí, justo al lado del horno, Emil había dejado un par de zapatos. Sobre ellos un libro: "Momo" de Michael Ende, primera edición año 73. Lo cogió entre sus manos, se acercó a la ventana y miró emocionado a ninguna parte. La lluvia golpeaba los cristales, pero Emil no podía ver nada. Estaba lejos de allí, recordando el día en que su tía le regaló ese mismo libro, una estupenda tarde de verano. Ella siempre le regalaba libros. Y por un instante, volvió a ver a su familia, paseando por el río, jugando con sus primos en el parque, preparando junto a los abuelos el árbol de Navidad. 

Emil volvió en sí cuando la primera lágrima resbaló por su mejilla, y decidió comenzar con su jornada de trabajo. Faltaban horas para que amaneciera, y la ciudad seguía durmiendo. Nasio descansaba ya en su cabaña a orillas del Rin. San Nicolás le daba de comer a Frido, mientras le susurraba algo al oído. El obispo se sentía cansado pero satisfecho, y pensaba lo hermosa que sería la sonrisa de un niño, al despertarse ese día por la mañana temprano.

Wesseling, diciembre de 2015.