martes, 1 de diciembre de 2015

Cuentos a orillas del Rin: San Nicolás


Cuentos a orillas del Rheinland.

San Nicolás.

Era noche cerrada en la ciudad, soplaba el viento y hacía frío. No había un alma por las calles, pues hacía rato que todos dormían. Tan solo un gato, trotando lento y acompasado, cruzaba por detrás de la iglesia de San Germán en dirección al Rin, donde un barco cargado con mercancías surcaba las aguas río arriba. El aire olía a industria.

En ese preciso instante, un hombre bajito y rechoncho apareció por detrás de una esquina en penumbras, a pocos metros de la iglesia. Andaba raudo y con paso firme, levantando mucho las rodillas, chapoteando el asfalto con sus enormes y largas botas. Vestía anchos pantalones de pescador, y un anorak con capucha en forma de cono, de cuyo extremo pendía una borla que del uso, estaba a punto de desprenderse. Su barba era gris, frondosa y alargada, atada a su final con finos hilos de colores, como si fuera una prolongación invertida de su capucha. Nuestro personaje era, nada más y nada menos, que Nasio el paje, mirando impaciente su reloj de bolsillo.

Las campanas de la iglesia dieron las doce, cuando de repente dejó de soplar el viento. Con la última campanada, las luces de las farolas empezaron a parpadear. El cielo se abrió y en un instante, resplandeció sobre la ciudad una noche limpia y estrellada. Nasio se detuvo para mirar impaciente hacia arriba, en dirección al Rin, donde una luna blanca y hermosa, iluminaba el humo que salía de las fábricas.
- "Este año se está retrasando" -pensó Nasio en voz alta-. "Bien es verdad que Myra está lejos de aquí. Pero llevamos siglos siendo puntuales. Incluso en las Navidades del 43 y del 44, cuando tuvimos que esquivar esos horribles aviones y casi no teníamos algo que regalar a los niños, llegamos puntuales el día 6. Pero este año no sé por qué, todavía no está aquí".

Pasaban ya veinte minutos sobre la medianoche, cuando Nasio pareció escuchar algo a lo lejos. ¿Sería por fin el obispo? El hombrecito levantó la cabeza. Estaba expectante, y durante un instante no movió un solo milímetro de su cuerpo, excepto los dos ojillos que brillando por el reflejo de la luna, se movían excitados de un lado a otro. 
Tocotó-tocotó-tocotó.... !sí, era el sonido del trote de Frido, el caballo de San Nicolás! Nasio echó a correr hacia él. !Por fin había llegado! Ahí estaba el obispo, sonriente a pesar del largo viaje, luciendo como siempre, una enorme barba blanca y bien cuidada. Le acompañaba un séquito compuesto por siete pajes y 4 caballos que tiraban de dos carromatos llenos de regalos, sobre todo, caramelos y libros.

-Hola Nasio, ¡alegra esa cara hombre!
-Perdone señor Obispo, pero lleva usted tanto retraso....
-Ah, no me cuentes Nasio, no me cuentes y vamos a apresurarnos. Siguen llegando niños desde Mesopotamia, y no quiero que ninguno se quede sin su regalo.....y menos estos angelitos Nasio, que lo han pasado muy mal hasta llegar aquí.

San Nicolás y Nasio seguían nombrando los países tal y como ellos lo conocían antiguamente, hace ya más de 1500 años. Desde entonces, el mundo había cambiado mucho, pero San Nicolás y Nasio  no se preocupaban  mucho por  ello, y no habían faltado ni una sola vez a entregar regalos a todas las niñas y niños que dejaban a la vista un calcetín, la noche del 5 de diciembre. ¿Y por qué un calcetín? Porque San Nicolás, cuando era obispo de la pequeña ciudad turca de Myra, ayudó a una familia necesitada arrojando dinero por la única ventana de su casa. Deseaba ayudar a la familia, pero sin que ésta se enterara, para no herir su orgullo. Las monedas de oro fueron a parar a unos calcetines que se estaban secando en la chimenea. El obispo salió corriendo, y en la carrera se tropezó con Nasio, que lo había visto todo. San Nicolás le hizo prometer que no diría nada y como Nasio cumplió su promesa, San Nicolás le hizo su ayudante y le concedió la inmortalidad.

Así que ahí estaban San Nicolás, Nasio y un montón de pajes, dispuestos a recorrer las calles de la ciudad para entregar caramelos y libros a los niños y mayores, que pusieran un calcetín en algún lugar visible de la casa. Nasio se adelantaba cada año para comprobar que los niños habían dejado sus calcetines, y luego llegaba San Nicolás con sus pajes y entre todos repartían los regalos. Y tal como hiciera el obispo hace más de 1500 años, después de llenar los calcetines salían de las casas agachados y en silencio, para no despertar a las niñas y niños que esa noche, seguro soñaban con los regalos del santo. Y justo cuando San Nicolás salía del jardín de la última casa, comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. 

El viento meció las copas de los árboles más altos, silbando cada vez más fuerte hasta arropar por completo la ciudad. De las chimeneas de las fábricas seguía saliendo humo, y un barco cargado con carbón, surcaba despacio las aguas del río. Entre los finos hilos de una densa lluvia, se distinguía a lo lejos los faros de un coche que según avanzaba, se le iban reflejando de manera intermitente las luces ámbar de las farolas, como el metraje final de una vieja película de Súper 8. 

Conducía Emil el panadero. Aparcó su viejo coche, y salió deprisa con la cabeza gacha y los hombros encogidos. Abrió la puerta de la panadería y antes de que ésta se cerrara, el artesano ya tenía puesto su mandil, que colgaba del perchero de la entrada. Desde fuera se veía cómo iba encendiendo las luces del establecimiento. Primero una, después otra, hasta la última luz al fondo de la casa. Allí, justo al lado del horno, Emil había dejado un par de zapatos. Sobre ellos un libro: "Momo" de Michael Ende, primera edición año 73. Lo cogió entre sus manos, se acercó a la ventana y miró emocionado a ninguna parte. La lluvia golpeaba los cristales, pero Emil no podía ver nada. Estaba lejos de allí, recordando el día en que su tía le regaló ese mismo libro, una estupenda tarde de verano. Ella siempre le regalaba libros. Y por un instante, volvió a ver a su familia, paseando por el río, jugando con sus primos en el parque, preparando junto a los abuelos el árbol de Navidad. 

Emil volvió en sí cuando la primera lágrima resbaló por su mejilla, y decidió comenzar con su jornada de trabajo. Faltaban horas para que amaneciera, y la ciudad seguía durmiendo. Nasio descansaba ya en su cabaña a orillas del Rin. San Nicolás le daba de comer a Frido, mientras le susurraba algo al oído. El obispo se sentía cansado pero satisfecho, y pensaba lo hermosa que sería la sonrisa de un niño, al despertarse ese día por la mañana temprano.

Wesseling, diciembre de 2015.




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