viernes, 5 de diciembre de 2014

Motivaciones de un percusionisto

-Dedicado a María José De Vega Elías-

No hay músico que no haya trabajado gratis al menos una vez en su vida, como tampoco quien no ha pasado apuros para llegar a fin de mes. Ni los grandes artistas, aquellos que viven de mostrar su música, ni nosotros los del montón, que nos dedicamos a la enseñanza como sustento principal y de vez en cuando nos subimos al escenario. Tampoco los más mediocres, que paradojas de la vida, suelen ser los que gozan de más seguridad laboral: me refiero a los que enseñan cómo enseñar. Todos, sin excepción, hemos pasado algún bache en nuestra carrera.

Compartiendo plenamente lo que decía Larra, que no buscaba la fama porque seguramente la fama no le estaba buscando a él, me pregunto qué puede ser, pues, aquello que nos mantiene vivos a quienes nos dedicamos al arte y nos ganamos la vida con ello. Pero es una pregunta que no tiene sentido, porque el arte es tan humano que buscar su origen, su esencia, o el porqué, es tan absurdo como afirmar o negar la existencia de Dios. La respuesta es un misterio inalcanzable para nuestra comprensión. Sólo se puede intuir con el alma.

La auténtica alegría, el goce pleno de un músico, viene cuando cierras el paréntesis que abriste en el momento de tomar la decisión de dedicarte plenamente a la música. Sin más pretensión y con humildad, disfrutas cuando tus hijas te ven practicar con el instrumento cada día; cuando sientes que no hay nada más importante que tus alumnos y sus padres; cuando llegas a la prueba de sonido o al ensayo media hora antes que los demás porque quieres que todo salga perfecto. Y esa sensación de plenitud que cada cierto tiempo, y sin avisar, nos regala la música. En ese concierto, en ese ensayo, en esa clase o en esa mirada cómplice de tu pequeña, la música fluye de tal manera que lo impregna todo. Ya nadie es dueño de la situación. El momento es eterno....y nosotros con él.

 

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Silbidos (#1)

(Dedicada a los Centauros del Desierto) 

Hay pocas acciones tan interesantes y variadas como silbar. En apariencia puede parecer algo sencillo e irrelevante, pero si observamos con detenimiento, podemos apreciar algo más detallado e incluso profundo. Porque no, no todos los silbidos son iguales.

 

Hay silbidos entonados por personas que no soportan la soledad, y silban muy bajito, de fondo, como quien duerme con la radio puesta. Su silbido les hace compañía. Están los silbidos nerviosos, de impaciencia, como los de la cola del supermercado un sábado por la tarde, o la tonadilla del pescador desesperado por llevar toda la mañana con la red vacía.

 

Hay silbidos que esconden una preocupación, de tal modo que la persona derrama su desasosiego por entre los labios, que ya no tiene forma de "o", sino de sonrisa invertida. La cadencia es lenta y susurrante, emitiendo notas sin una melodía concreta. Podemos escuchar estos auténticos requiem de los silbidos a cualquier hora del día; en la sala de espera de un hospital, la cola de un banco, o en la oficina del paro. No hay nada más español y que incite más a echarse a silbar como la oficina del paro.




Escuchamos también, muchas veces sin ser conscientes de ello, silbidos de felicidad eterna, como la del padre a quien su hija le planta un beso poco antes de entrar en el colegio. Y le entran ganas de gritar: "¡Ey, ¿no habéis visto lo que acaba de hacer mi niña?!" Pero como quiera que es un buen hombre, sabe reprimir sus impulsos y sencillamente se pone a silbar. Y vaya silbido.....¿felicidad eterna he escrito? Vaya cursilería. Quizá quise decir de orgullo, como el que muestra Sir Alec Guinness escuchando a sus soldados silbar "La Marcha del Coronel Bogey". Porque cuál es si no la mayor alegría de un padre, ver crecer a sus hijos y sentirse orgullosos sólo por eso.

 

Y seguro que quien esté leyendo ésto, alguna vez ha intentado en un repentino ataque de nostalgia, imitar el sonido de nuestro abuelo mientras se afeitaba, o la canción que acompañó a nuestro primer beso. Entonces la melodía se adueña del último rincón del alma, alterando incluso los sentidos, ya que no sólo podemos ver a nuestro abuelo delante del espejo mientras se afeita, sino que el aire huele a Ducados y a Floïd. Y no sólo recordamos nuestro verdadero primer amor, sino que podemos tocar su pelo, besar de nuevo sus labios, y sentir el aire fresco de la primavera. De aquella primavera que nos acompañará por siempre, y florecerá seguro en el invierno de nuestra vida, tal y como crece entre las nieves la flor del Edelweiss.