lunes, 14 de diciembre de 2015

Cuentos a orillas del Rin: El músico sureño



Faltaban pocos minutos para el recital navideño con los niños. El gimnasio del jardín infantil estaba decorado con árboles de cartulina y lucecitas de colores con forma de estrellas. Ningún símbolo religioso a pesar de ser un centro católico, quizá por la gran cantidad de niños que pertenecían a otras confesiones. O simplemente a ninguna. 
Alguien dio órdenes de apagar las luces y el nuevo maestro, un músico sureño recién llegado a la ciudad, comprobó que las imágenes de su proyector se reflejaban perfectamente en la pared de la sala. Había estado toda la mañana buscando dibujos que empastaran con la música y el texto que los niños iban a interpretar, que había compuesto él mismo.

Se presentaba por primera vez ante los padres, y esa recital de música era crucial para que le formalizaran el contrato. Ya contaba con el visto bueno de la dirección, del personal educativo y de los niños, pero tenía que convencer también a las madres. Esas dos o tres madres que en todo grupo humano donde hay menores de por medio, son las que, tras decenas de visitas al despacho del director del colegio, de la escuela de música o del taller de pintura, deciden quién está capacitado para realizar las actividdes extraescolares.
Y ahí estaba él, dispuesto a pasar un rato agradable y además afianzar su puesto de trabajo. No estaba nervioso, salvo por una maestra que él consideraba como un ser casi divino. Su belleza era sublime, y si sus miradas coincidían, el músico sabía que todo podría irse al garete. Tan nervioso se ponía, que le temblaban las manos y sus rodillas se doblaban hasta hacerle perder el equilibrio. Miró al frente con la intención de no ver a nadie, salvo a sus alumnos. Pero seguía pensando en ella.

Empezaron el pequeño recital y fue todo un éxito. Los niños disfrutaron, los padres aplaudieron y el músico sureño observó cómo la madre suprema, que se había situado estratégicamente al lado de la directora, aplaudía con vigor y casi sin cadencia, "rubato", pensó. Asentía de manera obstentosa y poniendo los labios en forma de "o", mirando a la directora sin dejar de realizar uno solo de estos aspavientos. El futuro del músico sureño estaba asegurado.

Los niños salieron a jugar y algunos padres hablaban cordialmente con el artista, cuando de repente, entró en la sala un padre rezagado. El músico reparó en él y empezaron a temblarle las rodillas. Era el marido de su musa, su amada, la persona que le hacía olvidar este asqueroso mundo gris. Se acercaba andando con las manos en los bolsillos, mirada indiferente, seguramente recién salido de la sesión semanal de spinning o aqua jogging. El músico quiso hacer todo lo posible por guardar la compostura, así que decidió salir del recinto. Sonrió a los padres con los que hablaba diciéndoles que tenía que ausentarse para ver a la directora, y agachó la cabeza para no encontrarse con la mirada de nadie. Pero con esa decisión cambiaría de nuevo su vida.

Al mirar hacia abajo, se dio cuenta que el ladrón de musas calzaba unas llamativas botas de mosquetero con cordones desabrochados. Fue demasiado para el artista pues odiaba, sobre todo en esta vida, las botas de mosquetero. Así que alzó la vista, miró directamente a los ojos del tipo, y le golpeó en la nariz con todas sus fuerzas, ante la mirada atónita de los pocos padres que aún permanecían en la sala. El mosquetero agredido se incorporó para devolver el golpe, en posición de ataque tal y como le habían enseñado en las clases de defensa personal del gimnasio.

Y así se quedó, como petrificado, con el puño derecho levantado hasta la altura de los ojos, y la mano izquierda totalmente abierta a la altura de la barbilla. El músico, ya tranquilo y relajado, se dio la vuelta dando la espalda al marido de su musa. Miró hacia el escenario, suspiró, y se puso a recoger. "Da igual, de todas maneras, no me gustaba la ciudad" -pensó. "Me marcho a algún lugar donde haga tanto calor, que la gente use chanquletas todo el año, y no esa mierda de botas mosqueteros". Metió sus cosas en el coche, y se fue para siempre.


Wesseling, diciembre del 15.





















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