miércoles, 25 de febrero de 2015

Camino a la escuela

Mi amigo Jota, que escribe magníficamente bien pues para eso es periodista, dijo un día que la patria de los niños es el patio del colegio. Para mí, los recreos eran como las vacaciones, que haya o no un buen plan, siempre las coges con ganas....pero duraban muy poquito y no daba tiempo para nada. No, mis raíces arraigaron camino a la escuela. Desde la calle De Gabriel hasta los Salesianos por las mañanas, y mismo destino pero desde calle Dosma por la tarde, se fue forjando paso a paso, y caminata tras caminata, gran parte de la personalidad de este humilde músico que escribe.

Por el camino empezábamos a intuir qué era aquello del amor, con esas primeras miradas no correspondidas, y por el camino descubrimos la verdadera amistad, aquella que perdura fuerte y arraigada, como esos árboles que dan fruto sin necesidad de atenciones ni cuidados. Tú elegías la compañía, y el camino era testigo de nuestros primeros encuentros y desencuentros.

Con nostalgia recuerdo aquellas gestas deportivas de vuelta a casa, como las 21 que nos echábamos en el sótano de la tienda de Jesús Poves o las carreras por la Avenida de Huelva con mi amigo Arturo Soria. O la impresión que me causaba el inmenso garaje Pla, última parada de mi amigo Felipe y penúltima para mí antes de llegar a casa. O las tardes en casa de mi amigo Mario Sánchez Camacho, donde nuestros hermanos pequeños querían montar un criadero de conejos.

Y según cómo te pillara el cuerpo al salir del colegio, tenías una gran variedad de opciones para llegar a casa (cuanto más tarde mejor). Porque un niño no entiende de caminos más cortos, ni divide la ciudad en barriadas, sino en zonas estratégicamente gobernadas por pequeños virreyes dueños de su territorio, que abarcaba más o menos un par de calles, y cuyo mandato consistía en mostrar orgullosos sus habilidades. Así, el descampado que había en El Pirulo (Plaza Sta María de la Cabeza) era área de jugar al escondite y cazar lagartijas, y quienes organizaban el cotarro eran Pasalodos y Ordaz. Pero si se querían ver buenos partidos, había que desviarse hacia María Auxiliadora, que era donde vivían el Ale (Núñez) y el Lolo (Sedas), que eran los mejores jugando al fútbol y echaban los partidillos por detrás de la estación de autobuses. Teníamos a los especialistas en llamar a los timbres de las casas, en levantar las faldas a las niñas, y a los ludópatas de las canicas, pues siempre ganaban en todas las partidas que se organizaban en cualquier calle que tuviera un poquito de tierra, que por esa época eran casi todas.

Había, como se ve, para todos los gustos, pero nuestro auténtico cruce de caminos era el Ancla de la Avenida Santa Marina, porque ahí coincidían las niñas de Las Josefinas y La Compañía de María. Y es que la belleza es la belleza aunque sólo se intuya; además, el sitio no le caía lejos de casa a nadie. Ese era mi centro de la ciudad.

Pero nada de esto era comparable, si a mediodía venían a recogerte los abuelos. Porque en cualquier rincón del mundo no hay estampa más bonita, ni alegría más inmensa, que unos abuelos esperando a sus nietos en la puerta de un colegio. Todos nos hemos ruborizados con el beso de una madre o un padre delante de los amigos; nunca con el de los abuelos. Definitivamente, la mejor compañía al volver a casa.

Y si todavía sigues leyendo esta publicación es que has tenido paciencia conmigo. Eso significa que eres de esas personas que puedes aceptar un pequeño consejo: si tienes hijos, sobrinos o nietos, no les lleves al colegio en coche. Se están perdiendo todo lo que pasa por el camino. ;-)

 

 

(Dedicado a mis compañeros del Colegio Salesianos Ramón Izquierdo)

 

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